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Guardando a La Virgen

Una vieja fiesta patronal, un poema de viejo de Antonio Cisneros, un barrio viejo sin otra fe que el humo que se eleva en una noche de garúa.

Publicado: 2013-07-30

Es una y media de la madrugada. La imagen de la Virgen del Carmen regresa a su templo. Está apenas a media cuadra. La Plaza de la iglesia está cerrada, dentro hay todo tipo de flores y chiquillos que te miran con desprecio tras la reja, claro, ellos están en el platinium del evento y uno, barrioaltino proleta, está fuera, mirando todo con el resto que no fue bendecido por esos pases para ver el show desde tan privilegiada ubicación. La fe también discrimina, también tiene zonas. 

Frente a la iglesia hay un escenario con pantalla gigante incluida y luces de colores iluminan la fachada. Parece un concierto rocanrol. La Virgen se acerca y es iluminada, la gente grita emocionada, es una rockstar.

Las anticucheras avivan las llamas, el humo se eleva, al lado unos chibolos prenden unos bates. Ese humo también se eleva. Las picaroneras, perfectamente alineadas y con sus hijos llenos de mocos y muertos de frío, sirven platos de picarones sin siquiera ver a quién se los dan. Ahora la Virgen está más cerca. Empiezan a reventar los primeros fuegos artificiales.

La Virgen del Carmelo se bambolea

en la parte superior del escenario.

No es gran cosa, tal vez,

si la comparo con la Virgen de Lourdes,

tan serena, o con la pompa

de Nuestra Señora de París.

Las Sahumadoras están delante mío, tiene un gesto contrito, de dolor eterno, parecen padecer de un estreñimiento inmemorial. Los humos que desprenden sus sahumerios nos hornean a todos. Cantan con fervor "Ave ave, Madre del Carmelo". Los fieles alrededor se emocionan y cantan. La fe los envuelve. A mí me envuelve el hambre y empiezo a desear el sagrado corazón de los anticuchos. Ya está, a La Virgen va atravesar las rejas para entrar a la plazuela que antecede a la iglesia.

Sólo hay que ver

el modo en que sostiene al Niño Dios.

No como las madres primerizas,

siempre atribuladas, predispuestas

a dejarlo caer al primer empellón.

El alboroto crece, algunas señoras caen de rodillas, las hijas que las acompañan, mueren de vergüenza. En el escenario, una cantante criolla, a la que nadie escucha, se emociona y llora mientras canta. Los fuegos artificiales son más intensos, las chispas caen sobre el escenario. El aguerrido guitarrista criollo duda entre huir o seguir estoicamente. La necesidad se impone y sigue tocando al ritmo de las chispas. Si le pusiera mute, podría alucinar un concierto rocanrol con fuegos diabólicos al lado.

Imposible, es verdad, imaginarse

todo ese sufrimiento

sin tener la certeza

de que la Santa Virgen del Carmelo,

rechoncha y bonachona,

va a extendernos sus brazos

una vez pasados miles de años

o millones tal vez

(en el purgatorio, total,

no existe el tiempo)

y enjugar nuestro llanto y despojarnos

de piojos y alimañas

con paciencia infinita.

Mientras en las alturas resuenan las trompetas

y en la tierra

nos festejan los nietos adorados

con ramas de algarrobo y un tambor.

Son casi las 3 de la madrugada, ya La Virgen, al fin, ingresa a su casa. Los fuegos artificiales son, ahora sí, una locura total. Explotan sin sentido ni orden. Algunos se alarman pero se mantienen firmes, apenas dejan ver unas sonrisas nerviosas. Yo retrocedo. Temo morir incinerado al lado de una iglesia. 

Las campanas son tocadas a todo vapor. Los perros aúllan. Las sahumadoras también parecen aullar. De pronto, todo acaba. Las anticucheras rematan sus platos. Los chibolos stonazos le dan curso para aliviar la bajada. Las picaroneras guardan sus sartenes. La miel de los picarones, como los mocos de los hijos de las picaroneras, se ha pasmado. 

La llovizna nos picotea la cara. La Virgen ya se guardó. No habrá show hasta el otro año. Vámonos a casa.

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